Poco se habla de esos instantes que parece que no te están sucediendo a ti. Pasan por uno a una velocidad de vértigo que no terminas de asimilar que lo estés viviendo realmente . De esos que al volver al punto de partida eres incapaz de poner música para romper el silencio en el trayecto, al estar tu cabeza procesando lo que acaba de acontecer. Ni siquiera observar el tráfico al subir la vía logra distraerte. Cruzas miradas con extraños u otros viandantes, te las devuelven como detectando algo diferente en ti. Inesperadamente, te deshaces de la canícula, abres la puerta, te desvistes pero su mirada sigue atravesada en lo más hondo. La misma que te aconsejaron no mirar como quien mira de cerca un eclipse solar. La noche cae, repasando, te das cuenta de la intensidad de lo vivido. Y que no es un holograma, que existe de verdad. Las piernas pesan mientras siguen temblando. Un buen día te ves obligada a abrir el cajón plagado de imágenes que no te atreves a ver. Y ahí estáis en la velada en la que entre bostezos, medias sonrisas y tejidos sudorosos empezasteis a ser un poco más humanos, dejando de cultivar lo que genera más rabia en los otros, para abrir paso también a otras emociones. Que el arte une personas es algo constitutivo al pensamiento, lo que no esperaban es que una pieza consiguiera lo más arduo: emocionarles hasta la médula. Con sus pupilas clavadas en las del otro, no hicieron falta muchas palabras perfectamente estudiadas por ambos, para conocer que después de mucho tiempo, por fin, había llegado la situación correcta.
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