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Soñé que te mataba

Ni Morfeo podría alcanzar a entender lo que sucede en sus sueños.

Irene no da crédito - ¿será ella?, ¿cuántos años habrán pasado desde la última vez que jugaban juntas por el colegio? – comentaba anonadada Irene al verse allí de nuevo, volviendo a aterrizar presa del incipiente pánico.

Efectivamente se trataba de Lucía, la niña tres años menor que ella a la que enseñaba piano en un cuarto recóndito tan lóbrego como frígido. Sin embargo, el frío impregnaba todas las estancias de aquel colegio que ahora a la vista de todos incorporaba internado, Irene meditando estas sensaciones todavía no era consciente de los hallazgos a los que llegaría su subconsciente en lo más profundo de las habitaciones.

Exhalaban todas las estancias una oscuridad que era corrompida por de tanto en tanto unas luces azuladas como si el cielo estuviese pugnando por levantar el día, provenientes (en palabras de Lucía) de los rayos de una tormenta que no terminaba de irse jaleando el ambiente a su paso. Todo aquello realzaba lo rojizo de las paredes de aquel extraño colegio, dándoles un toque entre granate sacado de ‘’Vestida para matar’’ a la vez que por lo tenuemente colorido sacado de una fotografía muy contrastada propia de una película de cine negro, pero rozando lo terrorífico.

Bajo la perspectiva de nuestros compañeros tan salvajes como vestidos con un toque de instituto norteamericano trasnochado habíamos aparecido en una lista que nos subrayaba literalmente como ‘’adversarias’’ de un juego del que no teníamos el menor conocimiento. Un turbio juego de persecuciones reales por lo largo y ancho de los pasillos donde procuraban hacer vida las personas normales de aquel colegio, si es que existía alguien normal en aquel sitio.

Acercándose la hora de dormir, tras minutos que bien parecieron horas intentando zafarse, las jóvenes percibieron que se trataba de una persecución en toda regla lo que estaba sucediendo en ese mismo instante ante sus ojos, de nuevo el grupo salvaje con la más malévola de sus compañeras como cabecilla con su novio de entonces como escudero, la escena resultaba violenta como si de una manifestación se tratase detrás de éstos se erigían como un solo hombre otra pandilla de chicos de los que ellas desconocían que pudiesen tener relación con sus compañeros, estos últimos vestidos con una indumentaria radicalmente distinta: sin pijama o uniforme posible, un look desordenado que se podría vincular perfectamente a un reality-show veraniego, de playa con camisetas hawaianas que en lugar de darles un toque dulce les daba lo inmediatamente contrario, más miedo y desubicación.

El grupúsculo de chicos que contaba con la malicia y recursos solo al alcance de bandas profesionales en actitud de entre rebeldía y tenebrismo amenazaba con agredirlas con unas carpetas con el escudo corporativo del colegio que volvía a reminiscencias de un pasado que ninguno quisiéramos recordar, Lucía no paraba de repetir que además de las carpetas llevaban unos cuadernos rojos con el mismo tipo de cuadro y letra con los que habían elaborado las listas ya no tan silenciosas que las terminaban de condenar. El castigo todavía quedaba por determinar.

La estética llegados a ese momento rondaba un punto de no retorno entre los clásicos de Kubrick, de nuevo por su uso de los colores, resplandeciendo de un extremo frío al opuesto en segundos. Mientras que las aulas y la trasera del colegio en momentos parecían retrotraerse a ‘’El espinazo del diablo’’, camisetas de tirantes y miradas de niños aterrorizadas impertérritos ante la violencia y represión inmersos en un entorno con normas que desconocen y rodeados de asilvestrados abandonados o directamente que necesitan de un buen correctivo.

Irene y Lucía en un intento por protegerse se pusieron unas sudaderas blancas similares a si fuesen de una secta, capuchas inclusive. Lograron tras una dura batalla llegar a su habitación, los demás dormían en silencio sepulcral, las chicas creían que la pareja malvada y sibilina se había colado sin saber cómo en su habitación. Colarse no, pero la tan temida pareja había bloqueado con unas vallas desgastadas y rodeándolas de unos cartones descoloridos tras pasar tiempo en el viejo desván al que todo el mundo en ese inhóspito sitio iba cuando tenía distracciones más fuertes.

Lucía con esa inteligencia e intuición que le caracterizaron desde niña se escondió detrás de otra cama que vio a la vista, mientras que Irene menos avispada, a priori intentó entrar en el armario, pero teniendo que forzarse para entrar, sería claramente descubierta solo con rozar la puerta al pasar, no cabía ni disponiéndose sentada. ¡qué ironía que en aquella escuela quien sabe si con tintes de reformatorio siempre tan bulliciosa, ahora estaba plagada de vidas calladas! Aunque algo les decía que allí, ojalá fuesen solo ellas, todos guardaban un silencio cómplice a fin de guarecerse de las penalidades.

Por inocencia estuvieron a punto de despojarse de las sudaderas que las daban un efecto entre camaleón y de discreción. Sigilo total para evitar ser descubiertas. Un factor que circulaba alrededor provocador de más extrañeza es que a pesar de los ruidos era como si el resto estuviese dentro de su propia fase REM o que hubiese sido tratado para no escuchar nada.

De las carreras por el pasillo no pudieron escapar, en una de esas a Irene se le cayó en una zona que no era proclive a frecuentar por estar a medio camino entre un terreno prohibido, aunque Irene le achacaba cierta cobardía para curiosear, la codificación de su taquilla. Sin embargo, en ese momento con la supervivencia no dio cuenta de ello, pensaba que estaba a buen recaudo en un bolsillo. Podían sentir sus caras doloridas por los golpes propinados por las hordas que estaban abducidas temiendo por su propia supervivencia.

Irene con aparente desorientación y al ver que era cuestión de tiempo que fuese capturada, aunque fuese escondiéndose tras una lámpara, vio clarividente que se podía acceder a una habitación donde dormían profesores y alumnos, lo que comenzó siendo un simple cuarto de estar acabó degenerando con lo azuloso de las tinieblas propicias de los tiempos en una habitación donde se hacinaban niños sin personas a su cargo, así como profesores recién llegados.

Iluminándose con pudor con un candil encontrado hacia la biblioteca negra pudo vislumbrar de la joven profesora de música que recientemente se encontraba en boca de todos, por su candor jovial y belleza impropia de profesores que accedían a estar en ese lugar perdido del mundo.

Irene había perdido por completo de vista a Lucía que por su elevada estatura jamás pasaba inadvertida, ¿la habrían secuestrado? ¿a cambio de qué? ¿le habrían pillado intentando fugarse?, fueron tantas las veces que envidió su valor. No obstante, algo le llamó la atención de esa sala en la que nunca había estado, las camas no eran actuales, para honda tristeza de Lucía, reaparecía el pasado que siempre es presente que cada vez quedaban menos dudas que guardaba algún vínculo con la historia del lugar; se trataba de camas de guerra, y cuando no, eran colchonetas azules roídas cogidas sin reparo alguno, del gimnasio, caídas en desuso. En un abrir y cerrar de ojos (no sin ruido de los muelles de camas que eran prácticamente de un siglo ya cambiado) poniéndoles sabanas con unas cenefas grisáceas se convertían en camas plenamente vigentes a ojos de la dirección, no tanto a los que las padecían estoicamente con crudeza en la frialdad elegante de la noche.

Cada minuto que pasaba Irene iba estando más molesta de las marcas, en busca de ayuda o de herramientas con las que poder poner paradero a su amiga, vio a lo lejos como solo estaba iluminada con dos flexos en la pared el colchón de un profesor de reciente incorporación, también joven y apuesto.

Él estaba apoyado junto a la pared encima de la colchoneta que cada vez soltaba más polvo y otros materiales (de los que para todos era mejor no pensar dada la antigüedad) que le había tocado en suerte por cama, estaba despierto, pareciendo increíble ese estado en la quietud nocturna del habitáculo, más teniendo en cuenta que era el único despierto de su parcela. Las luces aunque leves le iluminaban los suficiente para ver ella que estaba ataviado con una camiseta de tirantes. De repente al girarse dubitativa entre si ir en su ayuda o seguir buscando por su cuenta y riesgo.

El profesor con su voz cavernosa tan distintiva y al que los alumnos apodaban no sin razón ‘’el de la lija’’, no solo por las reminiscencias de sus cuerdas vocales sino por los castigos que tenía fama de endilgar, a la mínima de cambio. Sin embargo, para las más mayores incluyéndolas a ellas dos, aquellas habladurías no eran más que probables calumnias, ¡no era posible que un hombre de otra generación y con tan buen físico hiciese eso!

Irene se sobresaltó, era él llamándola con voz susurrante.

- ¿qué estás haciendo aquí? ¿sucede algo?

- Estoy perdida, creo que unos compañeros por un malentendido con una lista están vengándose de una amiga, y ya conoces como se las gastan aquí. – mencionó Irene intentando aguantar el llanto.

- Ven aquí, ¿qué tienes en la cara? Decía mientras analizaba el golpe cada vez más amoratado del lado izquierdo de la cara de la joven. - ¿cómo han podido hacerte esto? Mencionó de un modo tan vívido que Irene podía sentir su voz en su cabeza

- Ya sabes como son, ni en defensa propia pudimos hacer nada, son animales malvados – trató de decir Irene preocupada por la situación.

Irene se aproximaba cada vez más cerca suyo, a una distancia a la que se pondría nerviosa solo de pensar en que aquello no estaba bien. Hablaban de la lista y de como solucionar aquel entuerto cada vez más oscuro, ella que siempre había sido una chica con recursos a la fuerza de las circunstancias, obvió los comentarios que se escuchaban, le hablaba de todo como si fuese alguien en quien comenzaba a confiar.

Hablaba mirándole sus facciones, pensando inconscientemente en comentar con Lucía como un chascarrillo sin terror que eran perfectas.

- Perdóname, no sé que hago – espetó Irene después de tocarle con la delicadeza de un violín que chirriaba en medio de la noche los pómulos con un solo dedo, quizá intentando cerciorarse que seres así eran reales y a los que no había visto más que en ficción.

Lo tocaba como quien toca la tecla de un ascensor, sutilmente y con un solo dedo que recorría de extremo a extremo como si estuviese calibrando posibles…imperfecciones.

La calma se rompió al ver que después del toque de queda nocturno, de allí no entraba ni salía nadie, en el caso de haberse escapado Lucía lo habría hecho ya, pero los ruidos en la habitación contigua comenzaban a extenderse a una velocidad vertiginosa, Irene con oído fino le pareció escuchar sollozos no tan lejos como pensaba, se trataba de Lucía, rogándole a viva voz que le diese la lista, pero no esa lista sino una que no tenía en sus manos ni sabía de su existencia, una lista con el mismo contenido pero subrayados sus nombres en rojo, que provocaba que sus nombres se remarcasen en negro.

Todo se tensaba por momentos, Irene cada vez más ofuscada. Estaban ya prácticamente secuestrando vilmente a su mejor amiga, siendo liberada única y exclusivamente si le hacía entrega de una lista de la que no sabía nada. Nadie podía saber que miserias contando incluso con la muerte al cabo del tiempo si esa lista no era entregada a tiempo o un dinero equivalente para aquellos desalmados con poca fortuna al igual que todos los que poblaban esa tierra, a los que ya la vida había condenado a los márgenes pero se empeñaban en perpetuarse en ello en lugar de reconducirse con el prójimo.

El profesor no se apartó de su lado un momento, no cesaba de reiterarle que no se preocupara, esto le marcó especialmente a Irene, agarrándola a su cintura sin ella mostrar oposición, se entregó, apoyaba la cara en su hombro. Entre la ensoñación y la crueldad en carne viva, el le dio un beso en la mejilla que resonó en la cabeza de Irene, a veces paternalista, a veces salaz. No le incomodaba, le gustaba. El sonido de este verso no le quitó el atontamiento ni el dolor facial que amenazaba con llevarle al tan temible, corrupto y alicaído médico de la escuela, que sustituía al conserje cuando este entrenaba al equipo de fútbol del colegio que actuaba como buque insignia de la buena imagen ficticia de aquel entorno intimidante.

Irene se apostaba que a las dos amigas el dolor de espalda se agudizaba que de entre actuar como mulas de carga en la cocina asumiendo la escuela su escasez de personal y los golpetazos propinados por los compañeros por entre la decadencia y la necesidad. Se trataba de un mundo en el que si no peleabas no comías, cada quien lo tenía interiorizado férreamente.

Se quedaron abrazados ya no sentados sino más destensados, sus manos cubrían toda la cintura de Irene por su camisón, girando su carne trémula para él con objeto de poder abrazarla mejor, conocerla más. Le daba tanta pasión como le aterrorizaba sin saber porqué mirar a las ventanas en aquellos brazos, no sabía si era él o la atmosfera.

Pasaron tantas horas que todo tipo de conversaciones y pensamientos se entremezclaron, entre ellos el interrogante vacío del profesor de ¿qué pensaste de mi la primera vez que me viste? Ahora hablaba con una voz dulce como si se hubiese detenido el tiempo, la voz áspera lijosa había desaparecido por completo como si ella fuese su kriptonita, que le hiciese retornar a una juventud que se le escapaba entre los dedos.

Irene entre el delirio y el afán curioso que, quizá entrando en la realidad de Lucía, le acabaría costando la vida, contó cansada que la nueva hornada de profesores le parecía diferente, y ya más personalmente si le permitía que tenía unos ojos en tamaño, color y forma que nunca había visto, parecían mentira. Aquello era mentira utilizada como recurso rápido, lo primero que recordaba es verle más allá del jardín como un ser extraño, al que ha visto a través de otros, nunca por conocimiento directo.

Pero… ¿a quién podían acudir? No tenían familia, además allí más de cerca nadie conoce a nadie, pocos podían informar del infierno (en ningún centro normal duermen hacinados profesorado y alumnado) y las calamidades vividas en ese colegio. Quien nada tenía, nada podía reclamar. Ni digamos denunciar. La vivencia de la pasividad amedrentada.

Irene intuía que Lucía había sido claramente secuestrada a pocos metros de los que pudiera haber esperado. Como si estuviese desprovisto de emoción, ni el calor de la zona cambiaba su carácter, bastante parco el profesor relataba que había dormido a la joven profesora de música para que no hablase tanto y que albergaba algo que les pertenecía, sí, a las dos amigas.

Lo más ansiado para Irene: la lista roja. Allí estaba por detrás de la colchoneta de la profesora, doblada por la mitad. Ella lo observaba con emoción contenida mientras el profesor acariciaba su brazo buscando su confianza, dejándole caer que pasara allí toda la noche y ya le avisaría para irse por la mañana.

Al negarse Irene y preguntarle incisivamente por si tenía familia, a lo que él rehuyó la respuesta. El profesor cambió drásticamente el tono con ella, transformándose, valoraciones punzantes a Irene como que le hacía más lista puesto que no había averiguado si la lista correcta era la amarilla o la roja. Irene no alcanzaba a ver la motivación de tal cambio.

El profesor que firmaba como si formase parte de un extravagante clan con una sola letra: E.

Narrando sin que nadie le hubiese preguntado con una parsimonia pavorosa su versión de los hechos que giraban alrededor del colegio. Irene se fijaba al igual que E la había escrutado a ella, lo marcado que tenía los surcos nasogenianos que se le pronunciaban al reírse de las pesquisas respecto a las listas, sacando a relucir a menudo una expresión inquietante.

Capaz de pasar de la emoción de la galantería académica a la villanía lasciva en horas por una mala respuesta. Obnubilada Irene no razonaba, no se apartaba de su lado como si le hubiese poseído, el camisón bajado intentando borrar ese cariño con el que se dejó hacer.

Lucía entre gritos y sollozos que iban en aumento rogaba que diese la lista, sin saber Irene cual de las dos era la auténtica a entregar. Ningún atributo externo podría salvarles.

Cada vez olía más a cerrado en todo el recinto, el profesor recalcó tajante – ‘’ todos estamos metidos en esto, dame lo que sabes, no es nada personal’’, con esa caída de ojos que un día le hizo especial.

A Irene le enseñaron a no hacer caso a los impulsos, pero convencida casi en plenitud que era la lista roja, ¿sino por qué tanta inquina en conseguirla? ¿tanto ahínco en tener la maldita lista? La tenía bien agarrada dispuesta a salir por la puerta en cuanto dejase de agarrar esa cintura que ahora se le antojaba blanda.

Cuando se disponía para salir con toda la decencia a la que podía acceder después de todo, sin esperar al amanecer, sus piernas flojeaban sin dudarlo por efecto de alguna sustancia con la que había sido pinchada. Ya en pie, mirándole con rabia, le agarra a la altura de su escurridizo y huesudo omóplato sacando un objeto que no llega a ver, empuñaba una navaja suiza. Peleando a brazo partido por la vida de Lucia y por la suya. Dos vidas dependiendo del paso de una puerta.

Irene despertó de un grito mudo al clavársela, con una sensación extraña entre ¡qué terror, qué ternura y qué experiencia!

Desconocemos si las dos sobrevivieron a los malvados psicópatas, ellas esperan como mínimo haberse alargado la vida.

Un buen rato entendido como un mal rato conceptualmente.

El horror de la atracción, ¿cuánto es capaz de mover una lista?


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