Con el atardecer no podía desperdiciar el privilegio de verle sonreír.
Conforme caía el sol Ivette descubrió que tenía que pasar mucho tiempo para que a él se le dibujara una mueca que se asemejara en algo a una sonrisa.
La suya tenía más valor que significado, por su infrecuencia. Ella sabía que no recibiría una sonrisa amplia, sino que en todo caso le dedicaría su característica media sonrisa sibilina. Así, le conocía tan bien que pudo mimetizarse al surgir de las olas y casi calcó la curva que trazó su angulosa cara.
Sin embargo, si se ponía a buscarle significados dependiendo de la luz y los ojos del día, los encontraba múltiples: a ratos tierna, otros hierática, totalmente impávida, incluso a veces de educada conformidad.
Con una intuición fuera de serie, se le reveló que no era persona de sonrisa fácil, que prefería una que molestara con una verdad que no que gustara sin motivo con una mentira. Ama él sonreír y no solo cuando es por maldad, tanto es así que en todas sus versiones quedó la sonrisa más bella y singular que ella jamás vio. Quizás porque sabían positivamente que existía un mundo no tan convulso más lejos de sus sonrisas. Allí pocos dejan pasar, quizás...
Comments